Las doce moradas del viento by Ursula K. Le Guin

Las doce moradas del viento by Ursula K. Le Guin

autor:Ursula K. Le Guin [Le Guin, Ursula K.]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Relato, Fantástico, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1975-01-01T05:00:00+00:00


COSAS

Damon Knight, editor mirabilis, publicó por primera vez este relato en un tomo de Orbit, con el título El final. No recuerdo ahora cómo llegamos a este título, pero sospecho que él pensó que Cosas sonaba demasiado a algo que se ve en televisión a la una de la madrugada, con tentáculos de color violeta. Pero yo he vuelto a él porque —al menos después de leer el psicomito— destaca lo que hay que destacar. Cosas que usamos; cosas que poseemos y que nos poseen; cosas con las que construimos: ladrillos, palabras. Con estas cosas se construyen casas, ciudades y caminos. Pero los edificios caen, y los caminos no llegan hasta el final. Queda un abismo, una brecha, un último paso a dar.

En la playa, miraba a lo lejos, más allá de las largas líneas de espuma, donde estaban las islas, o donde se adivinaban.

—Allí —le dijo al mar—, allí está mi reino.

El mar le dijo lo que dice el mar a todo el Mundo. A medida que avanzaba la tarde desde detrás de su espalda, por encima del agua, las líneas de espuma palidecieron y amainó el viento, y al oeste, muy lejos, brilló una estrella, quizá, quizá una luz, o su deseo de una luz.

Avanzado el crepúsculo, volvió a subir los escalones de piedra de su pueblo. Las tiendas y casas de sus vecinos estaban vacías, desocupadas; todo había sido recogido apresuradamente en preparación del final. Casi todo el Mundo estaba allá arriba, en Heights Hall, con los plañideros, o allá abajo, en los campos, con los iracundos. Pero Lif no había podido recoger y vaciar su casa; sus mercancías y pertenencias pesaban demasiado para tirarlas, eran demasiado duras para romperlas, y eran imposibles de quemar. Sólo los siglos podían destruirlas. Allí donde habían sido amontonadas o arrojadas formaban lo que habría podido ser, o parecía ser, o podía ser, una ciudad. Por ello, Lif no había intentado deshacerse de sus cosas. Su patio estaba aún lleno de pilas y montones de ladrillos, hechos por él mismo. El horno estaba frío pero dispuesto, los barriles de arcilla, de mortero seco y de cal, los capachos y carretillas de su oficio, todo estaba allí. Un hombre de Scriveners Lane le había preguntado, con una sonrisa burlona:

—¿Vas a levantar una pared de ladrillo para esconderte detrás cuando llegue el final?

Otro vecino, que subía a Heights Hall, se quedó unos momentos mirando aquellos montones y pilas de ladrillos bien formados y bien cocidos, que adquirían todos un suave color dorado rojizo en el oro del Sol de la tarde, y exclamó después con un suspiro, sintiendo un peso en el corazón:

—¡Cosas, cosas! ¡Libérate de las cosas, Lif, de ese peso que te arrastra hacia abajo! ¡Ven con nosotros, por encima de ese Mundo que se acaba!

Lif sonrió, confuso, mientras tomaba un ladrillo de un montón y lo colocaba en su lugar, en una pila. Cuando hubieron pasado todos, él no había subido a Heights Hall ni había salido para ayudarles a



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